Todos anhelamos ser personas plenas, de buscan contribuir
todo lo que se pueda para lograr un mundo mejor. Queremos dejar un legado
valioso y dar frutos que perduren en el tiempo.
Y dentro de varias enseñanzas importantes que Jesús
nos dice en el Evangelio de este domingo, nos habla de algo que me dejó resonando:
la figura de los frutos buenos y el árbol bueno.
Me quedé entonces meditando que más de una vez nos
hacemos trampas y actuamos confundidos en la vida, poniéndole más atención a
los frutos, los resultados y los logros; pero no lo suficiente a lo que nos
habla sobre los árboles buenos:
“…no hay árbol bueno que dé fruto malo, ni árbol malo que dé fruto bueno;
por ello, cada árbol se conoce por su fruto; porque no se recogen higos de las
zarzas, ni se vendimian racimos de los espinos. El hombre bueno, de la bondad
que atesora en su corazón saca el bien”. Lc 6,43-45
Se trata pues, de esforzarse por ser buenos
árboles. Los frutos son una consecuencia que se manifiesta de diversas maneras,
y a menudo, de las formas más inesperadas.
Por eso, leyendo algo que escribí hace tiempo,
me animé a profundizar y compartirles un poco sobre cómo poder ser buenos
árboles. Ojalá les ayude:
Un árbol bueno deja que se haga en él lo
necesario para poder crecer bien y mejor. Y por ello:
Tiene raíces profundas que no se han ganado
forzadamente, sino que crecieron con la constancia de los años. Raíces que no
se ven, sólo en el momento que se puedan ver sus buenos frutos.
Un árbol que se nutre del Agua de la Vida y de
la gracia. Que reconoce con sencillez su hambre y necesidad, permitiendo que
fluya el agua necesaria. Y consciente de su sed, busca la frescura de lo simple
y acepta con humildad el abono necesario, sabiendo que no puede alimentarse por
sí mismo.
Recibe la luz, la verdad y la claridad del Sol
de Justicia, que le fortalece y permite que la verdad necesaria entre para
identificar las formas y colores de sus hojas y ramas.
Un árbol que se deja podar, para que crezcan
ramas más sanas y fuertes. O que deja que se le muevan las ramas fuertemente para
que caigan las hojas secas y muertas que no dejan espacio para que crezcan las
nuevas.
El buen árbol puede crecer mejor cuando resiste ante
los daños, los vientos y tempestades de la vida. Cuando sabe ver las enseñanzas
de los momentos de lluvia o de sol. Por eso, vive todas las estaciones del año sin
postergar una de la otra, porque sabe que todas son necesarias. Y es que el
tiempo, es un maestro que nos recuerda que los procesos de la vida no se
fuerzan ni aceleran. Tienen un por qué y un para qué.
Un buen árbol no se adorna con accesorios que le
restan aire y oxígeno, sólo así puede crecer auténticamente. Muestra su
verdadero color y textura, priorizando su crecimiento antes que los frutos. Y
así, ama lo que produce sin compararse con otros, buscando sólo ser más
auténtico y mejor. Un buen árbol es libre y sincero.
Es el que no se siente inferior porque ya no
tiene la flexibilidad y rapidez de los más jóvenes. Más bien, se alegra por
tener troncos fuertes y anchos, como son fuertes y numerosas las experiencias
que la vida y el viento del Espíritu le fue enseñando. A más años, puede ser
más bueno.
Un buen árbol no es egoísta. Tiene la
generosidad de dar sombra, de albergar aves para que reposen y den vida. Sabe dar
sin temor a perder una rama.
Un buen árbol puede transmitirnos paz, porque la
luz que le atraviesa, la lluvia que le moja y el viento que mueve sus hojas forman
una melodía y una fiesta de gratitud y alegría por el regalo de la vida y la
misión cumplida día a día.
El árbol bueno crece cada vez más, y a medida
que lo hace, estará más cerca al cielo y a la luz de la verdad.
Ese buen árbol puede dar la madera necesaria
para hacer bastones cuando necesitamos amigos y hermanos que nos ayuden a
caminar. Tiene buena madera para hacer mesas en los encuentros de la vida, para
hacer sillas que acogen al peregrino que llega al hogar de nuestras vidas, hacer
lechos para cuidar y aliviar a los débiles que sufren, para hacer las cruces
que Jesús carga con nosotros, para las cunas que acogen a Jesús tierno y niño. Madera
para esas puertas y ventanas que se abren y permiten que el amor de Dios y de
los hermanos entren por todos los espacios de nuestra vida.
Árboles que quieren ser como el Árbol de la
Vida, y la Vid Verdadera.
Árboles que darán flores y frutos buenos, porque
fueron primero buenos árboles.
Que esta semana meditemos en nuestra vida, nuestras
opciones, nuestro día a día. Y preguntémonos si estamos haciendo de nuestra
existencia buenos árboles con raíces profundas cimentadas con el amor de Dios.
Que podamos ofrecer a la humanidad buenos y
verdaderos frutos que nos hagan felices y podamos hacer felices a todos los que
nos rodean.
Y para ello: primero ser buenos árboles…
Lc 6,39-45
Muchas gracias por esa sabia, hermosa y profunda reflexión
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