Quienes me conocen saben que me gusta hacer helado utilizando leche congelada. Este método permite que, al batirla, su volumen se duplique, resultando una textura cremosa y perfecta para mezclar con fruta y un toque de azúcar.
No
intento dar una receta de cocina, solo compartirles la analogía que se me vino
a la mente cuando rezaba el Evangelio de este domingo. Perdonen si les parece un
poco disparatado, pero así me pasa a veces: experiencias muy cotidianas me
recuerdan alguna experiencia interior en la que Dios me habla. Más adelante les
explicaré esta simple relación que espero les ayude.
Este
pasaje es una de mis citas favoritas: la pesca milagrosa, en la que Simón Pedro
tuvo un encuentro con Jesús que marcó el resto de su vida.
Pensemos
en este pescador que era probablemente orgulloso, terco y rudo, el mismo que ha
pasado una mala noche sin pescar nada. Algo con lo cual podemos identificarnos por
habernos sentido así: experiencias de fracaso, desánimo, y frustración porque
las cosas no sucedieron como lo esperábamos.
Y cuenta
el pasaje que vino Jesús pidiéndole su barca para hablar desde ella a otros que
querían escucharle. En más de una ocasión cuando menos lo esperábamos, pudo
venir a nuestra vida y entrar a la barca de nuestra historia. Entró a las
circunstancias que vivimos y convirtió esa barca que veíamos vacía en algo útil
y bueno.
Pero
Él con libertad y seguridad no solo le pide prestada su barca, sino que luego
le da una orden que desconcierta y que es ilógica para ese momento: Remar
mar adentro. Y aquí también puede venir a nuestra mente esas ocasiones en
la que Dios permitió que vivamos situaciones difíciles, poco confiables, de
mucho riesgo o de mucha renuncia. Nos pidió remar al fondo, lanzarnos y vivir
experiencias que exigían romper esquemas para amar más, para crecer y madurar
mejor.
A
pesar de su desconfianza y de haber pasado toda la noche pescando sin éxito,
Pedro le dice al "Maestro" que lo intentará. Quizás lo hace para no
defraudar a los demás, o tal vez porque ya no tiene nada que perder. Hay
momentos también en nuestra vida en los que, tras haberlo perdido todo, nos
arriesgamos a actuar porque ya no hay nada en juego. Y en esos instantes,
utilizamos la escasa ilusión que nos queda para seguir adelante.
Momentos en los cuales puede suceder luego algo misterioso…
¡Y sucede
el milagro! No solo hay pesca, hay
tantos peces que las redes amenazaban romperse. Hay tantos peces que la emoción
y el asombro desbordan su mente y corazón. Como aquellos momentos felices en
los que Dios nos ha dado más de lo que le pedimos y ha sobrepasado todas
nuestras expectativas.
Es
entonces donde viene el momento que no deja de moverme y cuestionarme en este
encuentro, porque el corazón de Pedro vive una revolución. Se junta el poder y
divinidad de Cristo con la fragilidad y pequeñez de Simón-Pedro. Contemplando
este milagro, no puede dejar de pensar en sus caídas, sus heridas, su dolor,
sus miedos, sus incertidumbres, sus desconfianzas, sus pecados y debilidades.
La grandeza de alguien como Cristo le lleva a sentirse indigno, incapaz y poco merecedor
de estar a su lado. Una grandeza que contrasta con su flaqueza. Un hombre
pecador que se quiebra ante el poder y grandeza de Jesús, y entonces solo puede
ofrecerle una cosa: la sinceridad de un corazón hondamente apenado y asustado.
Pero
Jesús que sabe muy bien quién es Simón, sabe también lo que ha vivido en su
historia. Comprende que sucedió un milagro mayor aún, porque se ha abierto y se
ha quebrado la dureza de su corazón. Y es justamente ese quiebre que le
permitirá dejarse amar, transformar por Él y cambiar el rumbo de su vida.
Y
dando un paso más lo consuela, no solo animándole a no tener miedo, sino que le
invita a caminar con Él y a transformar su trabajo de pescador de peces para
ser pescador de hombres…
Fue
el quiebre y sinceridad de este encuentro el que le llevó a ver el sentido de
su vida y vocación…
Es aquí
entonces donde me resonó esta simple analogía del proceso del helado:
Nuestra
alma puede ser como esta sustancia endurecida, escarchada, fría e impenetrable.
No acepta los cambios de planes, la ayuda de los demás ni la de Dios. Pero este
ingrediente frío y duro como el hielo es puesto por las situaciones de la vida en
un lugar menos helado. Un lugar nuevo en el que las hélices de una máquina
empiezan a quebrarle poco a poco. Algo (Alguien) más fuerte y poderoso actúa en
él mostrándole su amor, ternura y grandeza. Algo (Alguien poderoso) que le
conoce muy bien, que trasciende su apariencia, sabe que antes no era así. No
era ni frío, ni impenetrable, sino que era noble y frágil. Y este ser fuerte y
bueno, no apaga su potencia para que con constancia insista hasta permitir el
milagro de transformar algo tan duro e insensible en una crema suave que crece de
volumen y se pone cada vez mejor. Una crema (un alma) que ya es capaz de
dejarse mezclar con el sabor dulce del amor de Dios y de los demás y que, al unirse
a otros sabores, alcanza la felicidad y sentido a su vida.
Así
es la llegada de Cristo a nuestras vidas. Él se adentra en nuestra barca y nos
invita a asumir retos y misiones mientras remamos mar adentro. Entonces,
realiza el mayor de los milagros: transforma nuestro corazón, abriéndolo y llenándolo
de alegría.
Atrevámonos
a caminar a su lado, cumpliendo la misión para la que nacimos, aquella que nos
ofrece felicidad en el auténtico camino del amor. Aprendamos a suavizar nuestro
corazón, dejando el hielo del orgullo y la autosuficiencia con su poder y
ternura.
Linda analogía, me ha hecho reflexionar como hay momentos que somos tan fríos como los helados, necesitamos esa fuerza de Dios para convertirnos, orare para q así sea. Gracias por escribir tan lindo Dios te siga iluminando para que haya mucha conversión, Amén !!!
ResponderEliminarEres una bendecida e iluminada querida Magali por redactar nuestras difíciles experiencias de vida de una forma tan encantadora . Personalmente , me identifico plenamente con la analogía utilizada ya que el remar mar adentro fue , es y será siempre parte del del desarrollo personal para convertirnos en seres humano crecidos y evolucionados siempre de la mano de nuestro Señor .
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