Luego
de un accidente, estando en la clínica, llegó una monjita que caminaba
lentamente porque tenía la espalda encorvada. Fue la que más pudo ayudarme y
solucionar las heridas. Pero más que su eficacia como buena
enfermera, me impresionó su mirada y postura. Y quedé muy agradecida. Días más tardes me enteré que era una religiosa
que tenía varias décadas de servicio en la clínica y que su postura era el
resultado de tantas horas de servicio, agachada y encorvada para atender pacientemente
a los que venían. Una postura vida que me llevó a pensar cómo los hábitos
de vida y las actitudes quedan grabados en todos los aspectos de nuestra
humanidad. Su amor a los demás se expresaba misteriosamente en su cuerpo.
Este
domingo, Jesús nos narra una parábola que me hizo recordar esta historia, pues
en ella nos hace pensar cómo es la postura de nuestro corazón al rezar y al
relacionarnos con los demás.
En aquel tiempo, Jesús dijo esta
parábola a algunos que se confiaban en sí mismos por considerarse justos y
despreciaban a los demás: «Dos hombres subieron al templo a orar. Uno era
fariseo; el otro, publicano. El fariseo, erguido, oraba así en su interior: “¡Oh
Dios!, te doy gracias porque no soy como los demás hombres: ladrones, injustos,
adúlteros; ni tampoco como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago el
diezmo de todo lo que tengo”. El publicano, en cambio, quedándose atrás, no se
atrevía ni a levantar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho diciendo:
“Oh Dios!, ten compasión de este pecador”. Os digo que este bajó a su casa
justificado, y aquel no. Porque todo el que se enaltece será humillado, y el
que se humilla será enaltecido». Lc
18, 9-14
Y
vemos aquí la actitud tan distinta de los dos:
El
fariseo rezaba de pie y “erguido”. Una postura que expresa a alguien seguro de sí
mismo, o mejor dicho de sus obras y roles. Erguido sin mirar hacia abajo, con
el pecho levantado como felicitándose, como suficientemente
satisfecho con lo que cumple, hablándole erguidamente a Dios, como si fuera igual
o menos que él. Erguido el corazón, autosuficiente y soberbio. Que se enaltece
a si mismo por lo que es capaz de hacer, que, si bien es mucho lo que logra y
tiene un mérito real, le falta los ingredientes que hacen verdaderamente buena
una acción: el amor y la humildad.
Erguido, mirando hacia abajo a los demás , etiquetándolos o descalificándolos desde la lista impuesta en su dura mirada del ser humano.
Erguido como en más de una ocasión se pone también nuestra mirada y corazón, cuando todo nos sale bien y ya no hay tiempo para buscar a Dios y los demás. Erguidos como cuando en más de una ocasión nos creemos mejores que otros, poniendo juicios y etiquetas a otros publicanos o a otros fariseos. Erguidos, faltando el respeto a su dignidad y sin saber amarlos tal como son.
Y
había su lado un hombre publicano, consciente de su humanidad, de su fragilidad
y su necesidad de cambio. Sabiendo con certeza que necesita apoyarse en Dios
porque solo no puede. Un hombre como todos nosotros, que puede tener razones
para estar erguido también, pero que primero prefiere cerrar los ojos y mirar
hacia dentro del alma. Que tocando su corazón con sinceridad y hondura entiende
el misterio de su humanidad, que, junto a grandezas inmensas, se entiende con caídas
y necesidades.
Un
hombre que entiende que sólo puede volar alto y libremente cuando eleva los ojos
y la mirada para ver al Señor que desde su Cruz y Resurrección le llama y le abraza
para volar juntos y alto. Que le levanta de sus caídas para ser libre y feliz dándole desde
ya todos los regalos del cielo.
Un hombre que aprendió a no justificar sus faltas, ni esconderlas, o echar la culpa a otros para poder ser libre desde el perdón y la gracia recibida. Y dejando que Cristo le ilumine con su luz, muestra sus
heridas sin miedo para que le cure de verdad.
Un
hombre sabio que, desde su fragilidad, sabe ponerse en manos de
Dios. Que no está erguido, sino postrado ante Aquel que le sana.
Que está seguro que le ama así como es, le comprende así como es, lo perdona así como es y lo salva
así como es.
Un
hombre que luego de estar recogido, arrepentido y abrazado por Jesús, se pone
de pie, no para mirar hacia abajo a los demás, sino para extenderles las manos
si están caídos, abrazarlos si necesitan consuelo y a levantar siempre los
brazos para alabar y dar gracias a Dios por todos los dones recibidos.
Un
hombre que aprendió así no solo a ser empático con los demás al aceptar su propia realidad, sino que aprendió a ser solidario y agradecido con Dios y con
los demás.
Erguidos
de corazón, terminaremos contracturados, jorobados, entumecidos de rigideces y
adoloridos de soledad y egoísmos.
Recogidos
de corazón seremos libres, felices, amigos de todos, gozando la vida y amantes de
Dios.
Recojamos
el alma para ver con sinceridad y confianza TODA nuestra humanidad desde la luz
de Dios. Veamos el alma sin máscaras y sin miedo. Él más que nadie sabe de lo más
importante y bueno que existe en nuestro corazón. Él más que nadie no se queda viendo
la caída o el problema, sino que con esperanza admira lo mejor de nosotros y sueña
con llevarnos al cielo desde aquí en la tierra.


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