Cuando iba a la piscina de niña, me acostumbré a explorar qué podía hacer
dentro del agua. Y algo que me gustó, fue ubicarme al lado de una escalera y
botar todo el aire que pueda, para que mi cuerpo se sumerja dentro del agua automáticamente.
Y como me quedaba sin fuerzas, me cogía fuerte de la escalera para subir a la
superficie…
Luego, entendí que cuando eliminamos el aire de los pulmones y vías
respiratorias, el cuerpo se vuelve menos flotante y más denso.
Y
bueno, al meditar en el Evangelio de este domingo, evoqué este recuerdo porque
hice una analogía de lo que me puede ocurrir a mí y a cualquiera de nosotros en
algunos momentos de nuestra vida. Leamos la primera parte de este pasaje:
“Inmediatamente obligó a los
discípulos a subir a la barca y a ir por delante de él a la otra orilla,
mientras él despedía a la gente. Después de despedir a la gente, subió al monte
a solas para orar; al atardecer estaba solo allí. La barca se hallaba ya
distante de la tierra muchos estadios, zarandeada por las olas, pues el viento
era contrario”. Y a la cuarta vigilia
de la noche vino él hacia ellos, caminando sobre el mar. Los discípulos,
viéndole caminar sobre el mar, se turbaron y decían: «Es un fantasma», y de
miedo se pusieron a gritar. Pero al instante les habló Jesús diciendo:
«¡Animo!, que soy yo; no temáis.»" Mt 14, 22-27
Imaginémonos
este contexto: Los apóstoles acaban de ser testigos de la multiplicación de los
panes, están con tantas experiencias encontradas de alegría, asombro, admirando
una vez a su Maestro. Pero Jesús, sabiendo seguramente el cansancio de sus
amigos, les envía a que vayan adelantándose en la barca hacia la otra orilla. Y
se queda despidiéndose a la gente, para irse a rezar solo en el monte hasta el anochecer.
Ya de madrugada, cuando todo está muy oscuro y ellos ya muy lejos de la orilla,
Jesús decide darles el encuentro.
No
era cualquier momento, era en el que el viento les jugaba en contra y el agua
zarandeaba la barca. Y con miedo y preocupación por el peligro, ven ahora a alguien
al fondo que camina sobre el agua. ¡Quién de nosotros al ver algo así no
pudiera empezar a gritar, aunque no creamos en los fantasmas!
Grito que pudo ser de muchos modos y razones. Como ese miedo en medio de
esas noches tristes, de peligro, de fracasos, de frustraciones, de decepciones
o desánimo en la hora más oscura. Momento en el que cuando menos lo esperamos,
puede venir esa voz firme que fortalece: «¡Animo!, que soy yo; no temáis.». Frase
que se repite de diversas maneras a lo largo de nuestra vida: “Animo, levántate,
eleva el corazón, ponte de pie, renueva tu esperanza”, “soy Yo, soy tu
Salvador, soy el único que puede convertir tus tormentas en risas y vida, soy
el que mejor te conoce y sabe por lo que estás pasando, soy Dios, soy el que
más te ama en esta vida, estoy aquí para salvarte y protegerte”.
“Pedro
le respondió: «Señor, si eres tú, mándame ir donde ti sobre las aguas.» «¡Ven!»,
le dijo. Bajó Pedro de la barca y se puso a caminar sobre las aguas, yendo
hacia Jesús. Mt 14,28-29
Pedro se sintió seguro y le pide ir a caminar
hacia Él sobre el agua. Experiencia que me llevó a
esos momentos en los que más bien vemos todo muy bien. Nos sentimos fuertes y
animados a nuevos retos y aventuras. Momentos en los que queremos dar nuevos
pasos en la vida porque hay una honda experiencia de realización y seguridad.
Momentos en los cuales nos atrevemos a ofrecerle al Señor que seremos más
generosos, que aceptamos esa misión que no nos atrevíamos, que le decimos que subiremos
los escalones que nos tocan de 3 en 3. Tanto así, que le pedimos cosas
increíbles como ésta de caminar sobre el agua hacia Él. Momento en el que al
dejarnos llevar por Él y mirándole a los ojos todo sigue avanzando, y hasta
tenemos esa increíble experiencia de hacer cosas increíbles porque junto a Él
sí podemos caminar sobre el agua.
Pero
también como Pedro, somos frágiles y vulnerables. Nos distraemos viendo el viento,
los peligros o lo ilógico de caminar sobre el agua. Nos olvidamos de Dios. Dejamos
de mirarle. Y ocurren esas caídas en el mejor momento. Nos hundimos automáticamente,
sin aire en el pulmón, sin fe en el corazón… Sólo nos queda ese pedido que brota
desde lo más hondo del corazón cuando sentimos que no podemos más, para decirle
como Pedro:
«¡Señor, sálvame!». Y entonces viene ese brazo firme, que le rescata y nos saca
de ese habernos zambullido automáticamente dentro del agua.
Y es
que así nos sucede tantas veces. Esos momentos en los que se nos acaba el aire,
la fe, la seguridad, la esperanza y las dudas nos puede consumir. Y siempre
necesitamos estar cerca de una verdadera Escalera, para que, al no tener
fuerzas, podamos cogernos fuertemente de sus brazos que son más fuertes, firmes
y estables que esos de fierros o materiales que se acaban. Esa escalera del
amor y fuerza del mismo Cristo.
No lo
olvidemos: en esta vida necesitamos mantener la mirada en Cristo, no distraernos
con los peligros, dudas, orgullos, desconfianzas o vanidades que lleven a hundirnos.
Pero si nos hundimos, solo basta gritarle desde el fondo del alma que nos salve
para que ese brazo poderoso nos rescate una y otra vez y nos lleve a beber del
oxígeno de la vida eterna. Y siempre será Él el único que calme nuestras
tormentas y los vientos en contra.
Con
Jesús, apoyándonos en Él todo reto y misión será como caminar sobre el agua,
porque será con sus fuerzas y amor que lo logremos. Y cerca de Jesús, será más
fácil sostenernos para salir de las caídas para tomar nuevamente el aire de la
vida y del gozo eterno reservado para cada uno de nosotros…
Gracias Magali x tan linda reflexión,la escalera siempre cerca.
ResponderEliminarNuestra fe en Dios no debe decaer
ResponderEliminar