Más de una vez me he encontrado con amigos que ya son padres, y al conocer a sus hijos no dejo de sorprenderme al ver ese “sello”, ese aire que deja claro que son familia reflejado en tantas semejanzas. Ese sello no sólo físico, sino especialmente los gestos, hábitos o actitudes que no dejan de sorprenderme. Y creo que hay una experiencia humana en especial que es un sello de Dios en cada uno de nosotros. Una que personalmente me revitaliza y me llena de mucha alegría: la del encuentro. Encuentro con personas que amo muchísimo, con personas que conozco por primera vez y ya son parte de mi vida, con las que me reencuentro después de muchos años, con las que tengo la bendición de verlas todos los días, con aquellas que pasan necesidad y sufren. Y en todo encuentro, si abro los ojos del espíritu, puedo encontrarme con el mismo amor de Dios encarnado en cada uno de ellos. Encuentros que me despiertan risas y gozo, otros que me evocan dolor, algunos que me evocan preguntas, esos...
Todos tenemos experiencias cotidianas que nos llenan de asombro y nos llevan a encontrarnos con la presencia de Dios en nuestra vida. Quiero compartirles mis propias experiencias sencillas y reales, que puedan animarles a descubrir las que están a su alrededor...