Hace poco me encontré con una persona que quiero mucho. Y al estar con ella tomé más conciencia del cariño que le tengo, pero sobretodo de la confianza tan grande que hay entre las dos. Qué regalo de Dios puede ser la experiencia de sabernos así: amados y seguros por esas personas únicas que tienen un lugar especial en nuestra vida. Esas personas que, aunque todos se alejen no se van. Y a veces, esto se evidencia más cuando viajan o deben alejarse por un tiempo. Porque sabemos que, al encontrarnos nuevamente, bastará una mirada y un par de palabras para saber perfectamente en qué va el corazón, los sueños y los miedos. Ese amigo, ese hermano que puede remitirnos con su amor y confianza plena al amor incondicional y único de Dios. Y evoqué esta experiencia cuando al meditar en el misterio de la Ascensión que celebramos este domingo, me quedó resonando dos movimientos que narra el Evangelio en el momento en que Jesús se fue al cielo: “…levantando las manos, los bendijo, y...
Todos tenemos experiencias cotidianas que nos llenan de asombro y nos llevan a encontrarnos con la presencia de Dios en nuestra vida. Quiero compartirles mis propias experiencias sencillas y reales, que puedan animarles a descubrir las que están a su alrededor...