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Crecer y madurar

 


Vi a una alumna de Primera Comunión después de 20 años. Me dio mucha alegría verla toda una mujer ya madura y una mamá feliz. ¿Cómo no conmoverme y cuestionarme una vez más ante el misterio de la vida? Así es, crecemos y maduramos físicamente, pero también psicológica y espiritualmente. Mantenemos mucho de nuestro niño interior, con la bendición de ver también cómo el espíritu y la capacidad de amar van madurando y creciendo a lo largo de los años.

El Evangelio de este domingo, que es una de mis citas favoritas con mi amigo San Pedro, me llevó a reflexionar sobre este misterio del amor que crece cada día. Es una historia en la que Jesús nos muestra cómo nos tiene tanta paciencia esperando que crezcamos y maduremos poco a poco.

Parece que los Evangelios han querido dejar siempre claro el amor especial que Jesús tenía por Pedro, pero también lo contradictorio y frágil que era el cariño que Pedro sentía por su Señor, algo con lo que tú y yo podemos identificarnos.

Pedro es el primer apóstol que lo reconoce como Mesías, el que contempló tantos milagros. Es a quien su Maestro le salvó la vida en aquel llamado de la pesca milagrosa, el que dice que no está dispuesto a dejarse lavar los pies por Él en la Última Cena, prometiéndole que incluso daría su vida por defenderlo. Pero es el mismo que le pide que no vaya a la Cruz y el que tuvo tanto miedo a morir que llegó a negar a su mejor Amigo cuando le estaban condenando.

Sólo él y Jesús entenderán bien lo doloroso que fue negarlo más de una vez, incluso con insultos, afirmando que no lo conoce. Solo ellos podrán comprender la decepción que sintió de sí mismo por fallarle y negar al ser más importante de su vida. Y solo los dos entenderán, por lo mismo, el encuentro misericordioso que se vivió esa mañana de resurrección, cuando se les aparece en el mar de Galilea, el mismo lugar donde, tres años antes, realizó una pesca milagrosa y lo llamó a ser pescador de hombres.

Tal fue la emoción al saber que quien hizo el milagro fue el Señor Resucitado, que se lanzó al agua para llegar primero, en lugar de quedarse en la barca remando la poca distancia que quedaba. Necesitaba ver a su Señor resucitado. Y, a la vez, cómo sería la pena y la culpa de verlo cara a cara, pues la imagen y el recuerdo de haberle negado más de una vez no se podían borrar del corazón.

Comen juntos con los pescados del milagro y en silencio, ese que se da cuando las palabras sobran y distraen del misterio divino. Y entonces viene este diálogo inolvidable que inicia Jesús. Como el que, de alguna manera, hemos podido tener con Él en algún momento de nuestra vida.


Lo mira y le pregunta: “Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que estos?”

Una pregunta llena de detalles, donde quisiera resaltar solo dos:

-No le llama Pedro, le llama Simón. Su nombre de inicio, el nombre con el que lo llamó y conoció por primera vez. Como si quisiera llamarlo nuevamente para salvarlo, para renovarlo y hacerle nacer de nuevo.

-Además, le pregunta si le ama, y si lo ama más que los demás. Una pregunta exigente a la que Pedro, con sinceridad y consciente de su fragilidad, no es capaz de responder que “le ama”, solo puede decirle: “Señor, tú sabes que te quiero”.

Viene entonces una segunda pregunta, semejante a la primera: «Simón, hijo de Juan, ¿me amas?». A lo que Pedro le responde nuevamente: “Sí, Señor, tú sabes que te quiero”.

Hasta que hace esta tercera pregunta, que entristeció a Pedro, porque lo entendió claramente: a tres traiciones, tres muestras de perdón.

Y esta tercera pregunta tiene algo demasiado importante y misterioso. Jesús, comprendiendo cómo somos, se abaja aún más, porque ahora, su amigo Jesús, su Maestro, su Señor, ya no le pide que le diga que le ama, solo le pregunta: «Simón, hijo de Juan, ¿me quieres?».

Es como si le dijera: “Pedro, me conformo con eso y espero que tu amor siga creciendo y madurando… Yo sí te amo y te acompañaré siempre. Tu amor crecerá hasta que llegue un día en que lo puedas decir y mostrarlo al entregar tu propia vida en el martirio. Ese día con un amor maduro quedará claro que me amas más que estos…”

Y Pedro con ese perdón comprendido y recibido, y viendo esa paciencia infinita de su Señor, solo le queda abrirle más el corazón para decirle con toda el alma: «Señor, tú lo sabes todo, tú sabes que te quiero».

Este domingo me quedo agradecida una vez más por este amor incondicional del Señor: paciente, generoso, comprensivo, que no espera más de lo que podemos darle, que simplemente baja sus expectativas y espera que tú y yo vayamos madurando y creciendo en el amor. Se contenta con el “te quiero”, se contenta con nuestro querer querer, se contenta con nuestros pequeños logros, con las simples renuncias, con los pobres esfuerzos. Nos ama y recibe agradecido nuestro “te quiero”. Y sé que lo valora más que nosotros mismos...

Que este domingo entremos en lo profundo de nuestra alma para decirle en silencio, sinceridad y sencillez: “Señor, tú lo sabes todo, tú conoces mi lucha, conoces mis necesidades, mis dolores, mis sueños, mis logros. Sabes qué es lo que más me cuesta y lo que más te puedo ofrecer en este momento. Señor Tú sabes que te quiero y sabes que te espero…”

Jn 21, 1- 19


Comentarios

  1. Gracias Magali x la linda Reflexión, Señor tu Sabes lo que más me cuesta, sabes que te Amo.

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  2. Muy agradecida, Magali. Qué increíble ble manera de hacerme reflexionar. Gracias.

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  3. Gracias Magali. El amor de Dios es grande.

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  4. Quisiera amarle más cada día de mi existencia... sólo le pido que aumente mi fé.
    Gracias por tan bella reflexión.

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