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¿A quién creerle?

 


Qué difícil pregunta…

Gobiernos, instituciones, compañeros de trabajo, miembros de familia, amigos o distintas personas que de una u otra manera nos pudieron llevar a la decepción. Lo vemos en este tiempo, pero siendo realistas, es algo que se hace más evidente a medida que pasan los años en nuestra historia de vida. Tener esa tentación latente a no creerle a otros.

Pero en otro sentido, qué necesario y qué humana es la necesidad de confiar en personas que no nos fallen, por quienes podamos poner las manos al fuego.

Creo que estas dos realidades pueden llevarnos a tomar conciencia lo que significa la fragilidad humana, la de ser personas finitas y limitadas que tienen a la vez deseos profundos y trascendentales. Ese ser personas espirituales hambrientas de encuentro y ser personas de barro que tapan el hambre con evasiones y pobres respuestas.

¿Y qué ocurre entonces cuando en nuestra vida se nos ha encomendado un puesto de autoridad?

Todos de alguna manera tenemos un cargo de responsabilidad: de padres, tutores, jefes de otros en el trabajo, formadores, líderes en instituciones etc. Cargos o roles donde se nos invita a hablar y exhortar con autoridad.

Hablar con autoridad es algo así como saber que nos pueden creer porque nuestra coherencia de vida lo garantiza. Estar invitados a ser hasta un modelo de vida para otros.

¡Qué difícil y exigente! Y aceptemos que por una u otra razón, siempre este reto nos quedará chico.  

Hoy al rezar y meditar en este pasaje de Jesús en el que se dice claramente que Jesús hablaba con tal autoridad que hasta los demonios reconocían su divinidad, me llevaba a pensar que felizmente es sólo en Dios en quien podemos poner nuestra confianza. Y es su autoridad la que marca nuestra pauta…




Sí, la única manera de poder responder a la misión de ser autoridad, es poniendo en sus manos nuestra pobre y limitada humanidad que tiene muchas riquezas, pero también muchas pobrezas.

Y hoy le decía a Jesús con sinceridad que, si niego la fortaleza y divinidad de Cristo en mi vida, en un sentido hasta los demonios son capaces de reconocer la presencia de Dios de forma más clara, realista y fuerte que yo misma. Que cada vez que no le busco para seguir adelante, que no pido su gracia y fuerzas para hablar, que no le llamo y le digo que necesito de Él, es como no aceptar que Dios es la verdadera autoridad. Y así, no lo lograré ni descansaré en Él.

Creo que es duro lo que digo de mí misma y de todo aquel que no le busca. Pero a la vez qué alivio verlo así. Qué alivio entender que, sólo cuando le busco y me dejo amar por Él, dejo que Él entre en mi vida para elevar mi dignidad, mis dones y pueda cumplir mi misión. Es como recibir entonces esa llave mágica para abrir verdaderamente mis labios y mi corazón para que pueda hablar en nombre de Dios cuando me pongo de rodillas ante Él con toda el alma.

Y no se trata entonces de ser perfectos ni mucho menos, sólo se trata de:

Ser como los santos que alcanzaron el cielo por la honda y plena certeza de que Dios les salvará una y otra vez. 

Ser como los niños que viven esa constante esperanza de saber que Dios no se va de su lado. 

O ser como María con esa sencillez honda y dulce que supo que solo al lado de su Hijo sea en Belén, Nazaret o en la Cruz, podría mostrar la salvación a todos nosotros.  

Lancémonos a esa aventura. Que sea Él quien actúe y viva en nuestras vidas y corazones, para que, con su amor y gracia, brote de nuestras palabras, miradas y actitudes el mismo Dios que puede despertar corazones, avivar las almas y expulsar todo lo que no haga feliz a cada ser humano.

Que la autoridad de nuestras palabras y obras brote del Espíritu de amor que habita, vuela y se pasea por toda nuestra vida y nuestra historia si le dejamos entrar.

Creamos que Dios sea Dios para que también los demás crean en Él…



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«Llegan a Cafarnaúm. Al llegar el sábado entró en la sinagoga y se puso a enseñar. Y quedaban asombrados de su doctrina, porque les enseñaba como quien tiene autoridad, y no como los escribas. Había precisamente en su sinagoga un hombre poseído por un espíritu inmundo, que se puso a gritar: “¿Qué tenemos nosotros contigo, Jesús de Nazaret? ¿Has venido a destruirnos? Sé quién eres tú: el Santo de Dios”. Jesús, entonces, le conminó diciendo: “Cállate y sal de él”. Y agitándole violentamente el espíritu inmundo, dio un fuerte grito y salió de él.  Todos quedaron pasmados de tal manera que se preguntaban unos a otros: “¿Qué es esto? ¡Una doctrina nueva, expuesta con autoridad! Manda hasta a los espíritus inmundos y le obedecen”. Bien pronto su fama se extendió por todas partes, en toda la región de Galilea». Mc 1, 21-28

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