Ir al contenido principal

¿Quién nos despierta?

 


 Una noche, venía manejando de regreso a casa y estaba muy agotada. Cuando en una zona de poco tráfico, me ocurrió algo que nunca imaginé: ¡Me quedé dormida! Y hoy que lo recuerdo, tomo más conciencia que podría no estar escribiéndoles esta historia por estar ya en la otra vida…

Lo cierto, es que unas veces, podemos quedarnos dormidos por cansancio, cuando éste nos gana sin poder permanecer vigilantes. 

Otras veces, puede ser inducido por medicación o anestesia.

Y otras, sencillamente atravesamos por el natural y necesario proceso de tener un sueño reparador para nuestra salud. 

Pero existe también el sueño definitivo, del  que no despertamos cuando toca dejar este mundo. Momento que nadie puede vivir por nosotros, en el que podemos estar rodeados de amor y compañía, pero sabiendo que nos tocará atravesarlo solos.

Este sueño definitivo, es un misterio que siempre conmociona, que ocasiona un miedo muy humano y comprensible. Experiencia de paz y gozo para aquellos que tienen la certeza de ir al cielo, momento de incertidumbre para aquellos que no lo tienen claro.

Pero existen también momentos en nuestra vida que, si bien no experimentamos el sueño, la enfermedad o la muerte corporal, se puede percibir tal dolor, angustia, soledad o dificultad, que pareciera pasar por ello.

Momentos y situaciones límites en los que la cuerda se estira a tal límite, que parece ya romperse para caer en un abismo profundo y morir por dentro. Momentos que podemos llegar a sentirnos demasiado agotados o en una profunda agonía.

Describo esta experiencia, porque rezándole al Señor, le daba gracias por regalarnos este pasaje del Evangelio que puede animarnos y reconfortarnos cuando podemos pasar por momentos así.

Una doble historia de encuentro, amor y compasión. Dos milagros en los que Jesús convirtió la tragedia más honda en paz y fe gozosa. Aquello que sólo Él es capaz de hacer con todos y cada uno de nosotros.  

Tratemos de comprender un poco la experiencia de los protagonistas de estas historias que son de la vida real:

Jairo, un jefe de la sinagoga, sabio y fiel a las normas judías. Y que también es padre, por lo cual su desesperación y dolor hondo, le lleva a postrarse y clamar ayuda a Jesús porque su niña está agonizando. Y aquel que está leyendo ésto y es padre o es hija, puede dar razón de esa relación entrañable y hermosa que seguramente se dio también entre los dos. Un padre que ha visto cómo su niña empeoraba y sufría cada vez más. Un hombre poderoso para muchas cosas, pero que se sabe impotente para curarla. Seguramente como todo buen padre, estaría dispuesto a cambiar su vida por la de ella. Un hombre que agonizaba lentamente por el inminente temor de perderla.



Una niña de 12 años, que se fue enfermando cada vez más. Que probablemente recibió tratamientos y ayudas sin buenos resultados. Que, junto al dolor físico, miedo, incomodidad y otros males, percibió el temor y sufrimiento de sus padres que no podían protegerla de la enfermedad y agonía. Una niña que pasó por el umbral de la muerte.

Jesús, que comprende perfectamente el dolor del padre y el orgullo vencido al venir a buscarle. Que al enterarse de la muerte de la niña no deja de caminar hacia la casa de Jairo pidiéndole únicamente que tenga fe. Que recibe humillaciones y burlas cuando afirma que la niña no ha muerto. Que pide que le acompañen sus padres para que aumenten su fe al presenciar el milagro. Que toma con cariño a la niña y le invita a que se levante: “Contigo hablo niña, levántate”. Que espera que se despierte para encontrarse con ella y mirarla con amor y ternura.



Y entonces, cuántas similitudes podemos encontrar para nuestra vida. Tal vez, identificarnos con Jairo cuando perdemos un ser querido, cuando sentimos que nuestra familia se debilita, con la impotencia de una situación económica ya insostenible sin poder proteger a los nuestros, experimentar injusticias indescriptibles, vivir grandes decepciones personales o de los más cercanos.

Tantas situaciones en las que podríamos al igual que Jairo, postrarnos para pedirle que nos ayude, que nos salve antes de morir por dentro porque humanamente no hay nada que podamos hacer.

Situaciones en las que podríamos identificarnos con la hija cuando estamos en agonía y sin fuerzas, siendo nuestros seres queridos los que interceden y rezan por nosotros. Momentos en los que esos buenos amigos, esa bendita familia, esas personas incondicionales, nuestra Madre del cielo y esos santos que nos buscan, piden a Dios que nos salve y Él que siempre atiende nuestras súplicas nos despierta o nos resucita.

Tal vez nos podemos experimentar como la mujer hemorroísa del segundo milagro. La que durante 12 años, la misma edad que la hija de Jairo, ha sufrido una enfermedad por la que tuvo que permanecer separada de los demás. Una mujer ya débil y anémica que gastó toda su fortuna buscando la cura a sus males sin ningún éxito.

Que se asemeja a lo que vivimos cuando gastamos toda nuestra fortuna, fuerzas, atención, motivación, voluntad, dones y recursos en lo que consideramos más importante. Y entonces, cuando vemos que no nos da la verdadera salud y felicidad auténtica, tomamos conciencia que es necesario elevar la mirada al cielo y buscar al que sí es indispensable para nuestra vida. 

Experiencia que nos lleva a despertar el espíritu, arriesgarnos como esta mujer y esforzarnos con fe a buscarlo y encontrarlo. Momento para tocar su manto y percibir su presencia real a lo largo de nuestro caminar. 



Y entonces, Jesús que nos espera y nos conoce tanto, nos regalará lleno de alegría su gracia y su amor incondicional una vez más para despertar y levantarnos.

Entonces, será siempre Él quien toque nuestras manos como lo hizo con la niña, nos dará su manto para secar nuestro sudor y lágrimas consolándonos como hizo con la mujer, nos dará su vida en la Cruz para recibir salud y vida eterna y nos dará su vida y muerte para entrar al cielo prometido. 

Será Él quien vaya a nuestra casa, a nuestro camino, a nuestro corazón para quedarse con nosotros antes que se lo pidamos.

Entonces, no se contentará con que toquemos su manto, querrá que recibamos su Cuerpo alimentándonos una y otra vez hasta poder levantarnos, caminar, correr y volar en este mundo y en la vida eterna.

Y así, todo es distinto. Así nuestro espíritu no padecerá de cansancio, sueño, enfermedad ni muerte. 

Con Él y en Él, estaremos siempre llenos de gozo, con un corazón avivado y ensanchado de amor, que nos llene de paz y plenitud. 

Con Él, sea en la salud o la enfermedad, en las pruebas o alegrías, en las pérdidas o ganancias, en los logros o caídas, siempre podremos levantarnos y permanecer despiertos y resucitar.

Como nos decía el Papa Francisco:

“Cuando en la vida entra Jesús, llega la paz, aquella que permanece aún en las pruebas, en los sufrimientos. Vayamos a Jesús, démosle nuestro tiempo, encontrémoslo cada día en la oración, en un diálogo confiado y personal; familiaricemos con su Palabra, redescubramos sin miedo su perdón, saciémonos con su Pan de vida: nos sentiremos amados y nos sentiremos consolados por Él”. 9 Julio 2017

No tengamos miedo, pues con Cristo, no hay nada que pueda ganarnos y vencernos. Su amor sobrepasa todo.

Con Él, todo es vivo, sano, bueno y eterno.

Es Jesús quien siempre nos mantendrá despiertos y felices...

 

Marcos 5,21-43

 






Comentarios

  1. Como siempre y una vez más solo me queda agradecerte querida Magali.
    Tus reflexiones son muy bellas, elevan nuestro Espíritu y nos llenan de Fe.
    Resumo lo siguiente que me llegó al alma :
    "Con Él todo es vivo, sano, bueno y eterno".
    Es Jesús quien siempre nos mantendrá despiertos y felices.
    Amén, Amén, Amén.
    Dios te Bendiga y te Guarde siempre querida Magali.

    ResponderEliminar

Publicar un comentario