Algo que me encantaba siempre al trabajar en el colegio, fue observar a los niños en el recreo. Nunca deja de sorprenderme todo lo que son capaces de hacer, los juegos que se pueden inventar y sobretodo las “acrobacias” o maneras que tienen para escabullirse o atravesar por los espacios casi imposibles de cruzar. Y así como se recuperan tan pronto de una infección o enfermedad, son capaces de entrar por lugares muy estrechos y pequeños si se lo proponen.
Podrían existir varias razones para lograrlo: el
tamaño, la vitalidad, el ensuciarse sin problema, no ponerse tanta ropa encima,
el rasparse sin ningún temor, el agachar la cabeza o arrastrarse sin problema o
el estar dispuesto a soportar la misma posición todo el tiempo que exija ese
juego.
Es un detalle simple y cotidiano, que me vino a la
mente cuando empecé a meditar en el Evangelio de este domingo en el que Jesús
nos dice:
“Esforzaos
por entrar por la puerta estrecha, porque, os digo, muchos pretenderán entrar y
no podrán” Lc 13,24
Creo que nos
puede ayudar hacer una analogía entre las actitudes y disposiciones de los niños
al pasar por un espacio angosto, y aquello que hoy nos pide el Señor para
atravesar la puerta estrecha que nos acerca más a Él y nos lleva a la felicidad
eterna.
Sólo les pido tomar en cuenta algo que es indispensable para vivir estas
disposiciones: No bastan nuestras ganas y fuerzas. Esta puerta se atraviesa con
nuestro SI, pero sobretodo con su fuerza y su gracia.
Y bueno, ya con eso claro, cuantos
detalles para compararnos y aprender de nuestros niños maravillosos, tan elásticos
y tan libres…
Ante todo,
lo más evidente: hacernos niños. El creernos hijos, el depender de
un Padre, saber que estamos cuidados y protegidos por Él. Que aquello que nos falte y
necesitemos lo recibiremos de ese Padre providente que nos ama infinitamente.
Entonces, así con alma de niño, podemos ver que cualquier obstáculo, temor o
reto se logra con la confianza y certeza de estar en brazos del Padre de tanto
nos ama.
Los niños
son de pequeña estatura, y por ahora, no quieren ser más grandes. Podrán
pararse sobre una escalera, o una silla para ver a lo lejos, podrán dejarse
cargar por alguien mayor para ser elevado. Pero les gusta su tamaño, porque así
pueden ver detalles por debajo, esos que sus mayores no pueden descubrir. Les
gusta ser pequeños para llegar a lugares escondidos o encontrar tesoros
inimaginables. O para vivir los sueños y fantasías de transformar una simple
cajita de fósforos en el mejor baúl de oro…Tener un espíritu de niño, de tamaño
pequeño, como quisiéramos que sea simple y humilde nuestro corazón, con espíritu
confiado y alegre que no pierde la paz. Que prefiere quedarse en ese pequeño
tamaño para que la vanidad y el poder no le robe la felicidad estable y dulce
de la vida cotidiana cuando el poder de todo es el amor.
Los niños
se pueden encoger y estirar para pasar por rejas o vallas angostas. Pueden
tomar formas o estirar los brazos de las formas más extrañas. Son elásticos. Pueden
colocar sus manitos en espacios redoblados y sumergidos para recoger esa
moneda, ese amuleto o ese pequeño papel que tiene la ruta de su tesoro. Son
flexibles de cuerpo como quisiéramos que fuese flexible y libre nuestro corazón,
para adaptarnos a cualquier situación, personalidad y esquemas que trasciendan
lo manejado y ya controlado y catalogado. Elásticos para dejarnos sorprender
por las maravillas y novedades que Dios nos va mostrando.
Los niños
corren y juegan tanto, porque disfrutan con lo más simple. Y muy pronto van
dejando de lado lo que llevan puesto. Hasta pueden perder lo que cargan porque
prefieren estar más ligeros para correr, saltar o escabullirse mejor. Y si de
espacios pequeños de trataran, lo primero que harían es quitarse lo que sobra y
lo que llevan puesto porque el reto y la meta es más importante que el equipaje.
Y así podría ser nuestro corazón: desprendido, libre y dispuesto a dejar
cualquier apego de este mundo para alcanzar la meta de la mejor y única aventura
por la que vale la pena todo juego y todo riesgo. Ser como ellos, dispuestos a
dejarlo todo lo que tenemos con tal de atravesar esa estrecha puerta.
Los niños
quedan tan felices del juego alcanzado, la meta vencida o el haber atravesado
ese estrecho espacio, que serán otros quienes les hagan tomar conciencia del
raspón, la herida o el golpe que pudieron darse en el camino. Ese temor nunca
fue un obstáculo, porque la meta es más importante que el temor a las heridas o
el sufrir. Y por eso existen esas hermosas fotos de niños tan sucios o magullados,
pero con una enorme sonrisa. Qué maravilla llegar a tener un corazón tan lleno
de amor, en el que el miedo al dolor nunca paralice nuestras decisiones y
misiones.
Los niños
no tienen miedo a agachar la cabeza, arrastrarse o pasar desapercibidos si van
en busca del tesoro escondido. Miedo que los adultos podríamos temer agacharla
para pedir perdón, para reconocer los errores o las fallas cometidas en el
camino. No tienen miedo a quedar de rodillas pues, aunque parezca un signo de
inferioridad, no se sienten ni más ni menos. Saben que sus errores no les hacen
ni más ni menos personas. Qué bendición ser como ellos, para ponernos de
rodillas las veces que sean necesarias para amar, para perdonar o pedir perdón
y para reconocer con libertad que somos humanos, que somos débiles y que por lo
mismo necesitamos de Dios.
Y son
aquellos que, si quieren ganar la aventura y el juego, pueden quedarse
paralizados hasta que alguien los desencante. Aquellos que lo harían con gusto
porque no quieren romper las reglas. Prefieren pasar horas en la misma posición
e incomodarse, para respetar las reglas que han prometido con honestidad.
Prefieren un poco de incomodidad para no perder la alegría y la paz de una
conciencia tranquila. Y nos enseñan así de una y mil formas que a Dios no
podemos engañarle, y que Dios que nunca nos engaña, nos dará todo lo necesario
para mantener un espíritu de niño en un cuerpo de adulto.
Por eso mi
Señor, en esta invitación y verdad para entrar por la puerta estrecha, te
pedimos este domingo que nos ayudes a aprender más de los niños, tus
predilectos.
Danos ese
corazón, esa esperanza, esa alegría y sobretodo ese amor tan puro e inocente
que saben vivir y construir. Para que al tocar nuestra puerta sepamos reconocerte,
así como Tú anhelas tanto poder reconocernos cuando toquemos la de la vida
eterna.
Lc 13,
22-30
«Atravesaba ciudades y pueblos enseñando, mientras caminaba hacia Jerusalén. Uno le dijo: "Señor, ¿son pocos los que se salvan?" El les dijo: "Luchad por entrar por la puerta estrecha, porque, os digo, muchos pretenderán entrar y no podrán. "Cuando el dueño de la casa se levante y cierre la puerta, os pondréis los que estéis fuera a llamar a la puerta, diciendo: "¡Señor, ábrenos!" Y os responderá: "No sé de dónde sois." Entonces empezaréis a decir: "Hemos comido y bebido contigo, y has enseñado en nuestras plazas"; y os volverá a decir: "No sé de dónde sois. ¡Retiraos de mí, todos los agentes de injusticia!" "Allí será el llanto y el rechinar de dientes, cuando veáis a Abraham, Isaac y Jacob y a todos los profetas en el Reino de Dios, mientras a vosotros os echan fuera. Y vendrán de oriente y occidente, del norte y del sur, y se pondrán a la mesa en el Reino de Dios. "Y hay últimos que serán primeros, y hay primeros que serán últimos".»
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