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Hambre...

 



Todos hemos tenido esta sensación. Unos de forma más dura e injusta que otros. Pero para todos es una sensación fisiológica que puede hasta inquietarnos, distraernos, ponernos de mal humor, debilitarnos o llevarnos a sentir alguna emoción con más fuerza e intensidad. Despertar con hambre podría llevarnos a levantarnos a horas altas de la noche y en más de una obra literaria se nos han narrado situaciones que llevaron a realizar acciones que podrían ir en contra de la propia dignidad por un pedazo de pan. El hambre es algo muy concreto que puede expresar nuestra contingencia y debilidad. Y si no es satisfecha por algún tiempo hasta puede enfermarnos o llevarnos a una inanición que pueda acabar con la propia vida.

Hoy rezando el Evangelio de este domingo me vino la pregunta sobre otros tipos de hambre que puedan existir en nuestras vidas. Hambres que no son fisiológicos, pero que también pueden debilitarnos y hacernos infelices si no los satisfacemos.

Hambre de amor y comunión: de encuentro, de poder dialogar y estar con aquellos que conocen bien nuestro corazón, con aquellos que sin hablar ya saben lo que vivimos y pensamos. Comunión con aquellos que vibran con lo mismo que yo, que saben qué ofrecerme y decirme para salir, levantarme y seguir caminando. Alimento que llena mucho más que un pan deliciosamente preparado, porque es el pan del amor que nos lleva a agradecer a Dios por haberlo puesto en nuestra vida.

Hambre de misión: esas ganas de saber que mi esfuerzo, mi trabajo, mi día a día, mis talentos y todo lo que vivo tenga un sentido y pueda ser de ayuda para otros que lo necesitan. Hambre de experimentarnos útiles, valiosos, que nuestra vida sirve para algo bueno. Una vida que no es frustrada. Una vida que es buena, con algo bendecido que crece y se ofrece. Hambre de entender que todo lo que hago es para algo bueno, que todo servicio entregado puede hacer feliz a los demás aún sin conocerlos…

Hambre de verdad: esas ganas de ponerle categorías a los por qué, a los cómo, al para qué, al cuándo y al quién. Hambre de comprender cada vez mejor aquello que asombra, aquello que cuestiona y nos evoca a horizontes nuevos y mejores en la vida. Hambre que puede hasta darnos alivio porque descubrimos una solución o una respuesta a los misterios de la vida.

Hambre de paz: esa necesidad de parar el corazón, de dejar de huir, luchar sin sentido o el poder bajar cada vez más las revoluciones porque no hemos de ir con el ritmo del mundo y de los de fuera. Hambre de iniciar un ritmo armonioso y cálido que brota de dentro, que brota de algo más trascendente y más auténtico que nace en la soledad del encuentro con uno mismo y con el arrullo de Dios que nos invita confiar y descansar sólo en Él.

Pero todo esto y más, se concentra en un hambre que abarca todos los demás: EL HAMBRE DE DIOS

Un hambre que no puede borrarse, evadirse o confundirse en el alma y el espíritu. Porque podremos enfermarnos físicamente, podremos enfermarnos psicológicamente y perder cualquier facultad. Pero el espíritu nunca dejará de existir, y siempre nos llevará a ver más allá de toda barrera, de todo dolor y color, de todo reto en la vida.

Pero además, necesitamos tener muy claro, que esta hambre de paz, de misión, de amor y comunión, ese deseo de dar y ser útil, esa búsqueda de la verdad y muchas hambres más incluyendo también la de pan, pueden saciarse  con Cristo cuando le buscamos y confiamos en Él.



Por eso, lo que hoy nos dice Jesús no es una frase más, es una verdad para vivirla y acogerla en todo momento. Es un modo de vivir, buscar y caminar:

«Yo soy el pan de vida. El que viene a mí no tendrá hambre, y el que cree en mí no tendrá sed jamás». Jn 6, 35

Reconozcamos las hambres de nuestra vida, y sin temor vayamos en busca del Único que sacia todo y nos llena más de lo que podamos esperar…

 

¿Y tú, qué otros tipos de hambres que te hacen bien tienes?, Él también lo saciará.

Juan 6, 24-35

 

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