¿Te ha
pasado alguna vez que al mirar a aquella persona que te necesita y,
al percibir su dolor, percibes esta maravillosa solidaridad humana que lleva a empezar a vivir su historia y sufrimiento?
Y entonces
llega la duda, porque hemos de tomar una decisión: cerrar los ojos pasando de
largo o abrirlos más para acompañarlo.
Una
decisión cotidiana pero difícil, porque viene con experiencias de temor,
pereza, egoísmo o impotencia. Una decisión en la que, al final, decidiremos vivir
o no como el buen samaritano de la parábola de este domingo.
Pero también estoy
segura que todos hemos experimentado alguna vez ese gozo que viene luego de
haber servido, ayudado o entregado cosas buenas a los nuestros o a los que nos
necesitan. No hay mucho que explicar o describir, podría quedar corto
describir el misterio del amor a los demás.
Hoy te animo a renovar esta decisión
de abrir los ojos para ser buenos samaritanos como Jesús, a quien el amor por
ti y por mí le lleva a darnos tanto cada día.
Confiemos
en este llamado que nos hace a ser buenos samaritanos, a ver, amar y entregarnos
de tantas maneras para que la paz del mundo, la felicidad de los demás y la
salvación de la humanidad puedan alcanzarse con nuestro grano de arena llegando a convertirnos en hogares cálidos y firmes que alberguen corazones heridos y necesitados con la fuerza del amor de Dios.
Y al entregarnos a los demás, seremos hombres y mujeres ayudados y rescatados por el verdadero Buen Samaritano que
nos invita a “hacer lo mismo”.
Verlo, permitiendo que su dolor pase por mis ojos y
corazón.
Verlo sin miedo a no poder encontrar una solución eficaz para su pobreza o
indignidad.
Verlo, buscando ponerme en su lugar.
Verlo, aunque me genere algún sentimiento de culpa, porque tengo más de lo que
necesito.
Verlo, aunque cuestione mi espacio y mueva mi agenda.
Verlo agredido, humillado o enfermo, recordando que es mi hermano.
Verlo, aunque me lleve a tomar decisiones que incomoden, duelan y me
arriesguen.
Verlo, para actuar, para responder y consolar.
Actuar viéndolo y amar sin dejar de verlo.
Actuar, porque las manos son prolongación del corazón.
Actuar todo lo que pueda y esté a mi alcance.
Actuar sin volumen, sin escándalo o vanidades.
Amar, actuar y ver sin dejar de rezar, para que ese
hermano herido, humillado, esclavo de muchas cosas, pobre de muchas formas,
abra sus ojos sin miedo, alivie su dolor y pueda recibir el amor de Cristo que
refresca con la fuerza de la esperanza.
Amar, actuar y ver sin dejar de rezar, para que
seamos todos buenos samaritanos, buenos cristianos, buenos hijos del Padre y
hermanos del mejor amante, mirador y constructor de la solidaridad humana.
Amar, actuar y ver para estar cada vez más unidos
al verdadero doctor, bombero, alfarero y psicólogo.
Amar, actuar y ver encontrándonos y caminando junto
al mejor amante de toda la humanidad, el que nos lleva al cielo y a gozar la
vida eternamente.
Amar, actuar y ver junto a Él, para responder siempre al pedido que nos hace:
“anda y haz tú lo mismo”.
Lc. 10, 25-37


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