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Las comparaciones

 

¡Cuántas ocasiones tenemos en el día para compararnos con otros! La forma de trabajar, la de organizar una actividad, la de liderar, la de comunicarnos, la de educar a los hijos, la de hacer una receta de cocina o hasta la forma de vestirse. En fin… tantas en cosas importantes o sencillas.

Pero ¿Podríamos afirmar que compararse es sinónimo de envidia, de complejo de inferioridad o rivalidad? Buscando ser objetivos, podríamos afirmar que las comparaciones son acciones neutras. Y creo que la diferencia está en la razón por la cual lo hacemos…

Creo que siempre las comparaciones se dan por ese descontento con nosotros mismos que nos lleve a vivir al ritmo de los demás. No siempre tienen alguna otra connotación negativa.

Creo que hay buenas razones para hacerlo. ¿Quién de nosotros no ha tenido o tiene alguna persona que admira? Y cuando nos comparamos con ella, lo hacemos para aprender lo bueno. Es un compararse para ser mejores en el trabajo, el deporte o para ser buenos amigos. Hacerlo porque queremos ser mejores personas.

Cuando nos comparamos, ocurre algo que me parece muy interesante: a medida que nos ponemos frente a aquella persona, es como si nos pusiéramos frente a un espejo para contrastar distintos aspectos de nuestra vida. Es como definir quién es esa persona, para luego definir mejor quiénes somos nosotros.

Y entonces, el reto no estará en hacer las cosas exactamente como aquella persona. Estará en encarnar aquello que admiramos, pero desde nuestra propia personalidad, realidad y contexto.

Compararnos, para conocernos y poder responder mejor a esta pregunta tan importante: ¿Quién soy yo?


Si esta experiencia ayuda tanto cuando lo hacemos con personas que nos hacen mucho bien, ¿Podemos imaginar lo que significa compararnos con Dios hecho Hombre, con Jesús?

El Evangelio de este domingo nos relata el pasaje en el que Jesús preguntó a los apóstoles: “¿Y ustedes quién dicen que soy yo?”

Es una pregunta hecha por la Persona que más admiro. Pregunta hecha a los apóstoles, pero también a cada ser humano a lo largo de los siglos. Pregunta que la hace a ti y a mí. Pregunta hecha cada día y que necesitamos tenerla grabada en el corazón.

Y no nos pide respuestas perfectas, teóricas, relativas o ingenuas, sino sinceras. Ante Jesús, sólo podemos tener el corazón expuesto para reconocer con honestidad el lugar que ocupa en nuestra vida, en nuestras decisiones, nuestros afectos y verdaderas intenciones.

Quién mejor que Él para comprender lo que vivimos por dentro. Él sabe perfectamente que no siempre es el centro de nuestra vida. Que ante la tormenta nos resulta más fácil confiar en otras personas o fuerzas porque no sabemos buscarlo caminando sobre el agua. Que ante las decepciones, es más fácil  compensarlas con errados afectos o infantiles venganzas antes que dejarnos consolar por Él y los nuestros. Quién mejor que Él para entender que ante las pruebas y dolores nos brota echarle la culpa. Y que ante los triunfos y logros preferimos llevarnos los méritos antes que reconocer su acción.

Frente a Jesús, la verdad cae por su peso y la verdad sobre mí también…

Ante Él su bondad contrastará con lo negativo que llevo. Pero ante Él su bondad brillará y lo bueno de mi vida también...


Y Pedro ante esta pregunta, tuvo el valor y la gracia de tomar la palabra para responderle de corazón: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo».

Y lo maravilloso de esta respuesta, es que al sincerarse y dejarse llevar por el Espíritu, pudo saber no sólo quién es Jesús para Él, sino también quién era él para Jesús y cuál es su misión: “Tú eres Pedro…y sobre esta piedra edificaré mi iglesia…”

Esta historia es la nuestra. Es un diálogo de amor en el que Cristo tomando la iniciativa me pregunta quién soy yo para Él, en el que sabiéndome amada y comprendida le admiro y amo cada vez más. Y en el que buscando ser como Él y abriéndole cada vez más mi vida, me va mostrando quién es Él, quién soy yo y cuál es mi misión.

Con confianza y cercanía digámosle con honestidad quién es Él para nosotros. Una sinceridad que nos lleve a decirle tal vez:

“Jesús, Tú sabes que te quiero, aunque a veces desconfíe tanto de ti”.

– “Jesús Tú sabes que quiero confiar en ti, pero sigo enojado porque te has llevado a mi hermano”.

– “Jesús te admiro y quiero ser como Tú, pero me pides cosas que no entiendo aún”.

“Jesús Tú sabes lo que siento por ti a pesar de caer siempre en lo mismo”.

 Y estoy segura que Jesús mirándonos con ternura, misericordia y esperanza nos responderá:

– “Javier, sé que buscas creer más en mí, y te seguiré sosteniendo todo el tiempo que necesites…”

“Milagros, sé cuánta pena te da caer en lo mismo, pero tu corazón grande y generoso es más importante. Lo irás venciendo poco a poco con mi ayuda”

– “Juan Pablo, sé cuánto amas a tu hija, cuánto sufres por no darle todo lo que necesita. Recuerda que tu amor incondicional no tiene precio. Te admiro y te ayudaré”.

Entonces, estaremos cada vez más sorprendidos de su grandeza y buscaremos ser cada vez más como Él.

¡Esta, es una experiencia infinitamente más honda que el buen hábito de compararnos e imitar a las personas que admiramos! Éste es el camino de todo cristiano: caminar a Jesús, con Jésús y sostenidos en Jesús.

A ejemplo de Pedro y con la ayuda de tu Madre, ayúdame Señor a compararme contigo de tal manera, que al abrirte la puerta de mi vida y dejarte entrar, puedas mostrarme quién eres Tú, quién soy yo y cuál es mi misión.

Revélame Señor quién eres Tú para mi, para que luego puedas revelarme quién soy yo para ti.

Amén

 Mt 16, 13-20

Comentarios

  1. Gracias Magali x tan linda reflexión.

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  2. Una buena reflexión para preguntarnos en esta semana.
    Gracias Magali.

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  3. Gracias Maga linda reflexión , muy cierto a veces nos dejamos llevar por los cánones que marca esta sociedad en vez de regimos por la vida que llevó nuestro Señor, simple transparentes tal como somos, cariños a seguir aprendiendo con tus reflexiones graciasssss!!!!

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