Me imagino que tanto ustedes como yo recibimos en estos días más noticias sobre alguien cercano que está sufriendo de alguna manera. Es algo que siempre pasa en la vida, pero no podemos negar que en el contexto que vive ahora nuestra humanidad, existe una mayor conciencia de las experiencias de pena y dolor …
El porqué del
sufrimiento ha sido una gran interrogante para todo ser humano. Cuántas
preguntas sin resolver cuando nos toca atravesar una situación de tensión, pena
o de esas experiencias difíciles que no sabemos cómo terminarán. Esa sensación
de pasar por un callejón oscuro en el que parece que es lo mismo tener los ojos
cerrados o abiertos porque no se ve la salida ni lo que hay a nuestro
alrededor.
Y pensando en
las distintas actitudes que uno puede tomar ante ésto, me acordé que desde niña
me acostumbré a tener un hábito que con los años entendí que no era bueno.
Aprendí a evadir: a pensar o hacer otra cosa para no aceptar la pena que
sentía. Y con el tiempo y mi vida cristiana, entendí que uno no puede huir de
los dolores de la vida.
Creo que es muy humana y comprensible esta reacción de evadir el dolor. No
se trata tampoco de buscar las tristezas, ésto es masoquismo. El buscar sufrir nos hace daño, pero evadir los pesares cuando son
inminentes también. El sufrimiento es parte de la
vida y de nuestra historia.
Creo que evadir
es como tener una herida a la que no le ponemos alcohol para evitar el ardor, y
se piensa ilusamente que se solucionará con una banda (curita) sobre ella para
no verla, con el pretexto de protegerla. Ya sabemos cómo acaban éstas…
Estoy convencida
que es más liberador mirar de frente la herida para llamarla por su nombre,
para desahogarnos con nuestros seres queridos y especialmente con Dios.
Pero creo que
algo maravilloso que nunca terminaremos de comprender y agradecer, es lo que
hizo Dios y que se nos recuerda en el Evangelio de este domingo.
“…empezó
Jesús a explicar a sus discípulos que tenía que ir a Jerusalén y padecer allí
mucho …y que tenía que ser ejecutado y resucitar al tercer día”. Mt 16,21
Jesús decidió ir
a Jerusalén para morir por nosotros. A pesar del miedo tan humano que Él
también vivió, decidió asumir las heridas, ofensas y humillaciones de aquellos
que no le seguían. No sufrió por ser masoquista; sencilla y misteriosamente lo
hizo por amor a todos y cada uno de nosotros. Tuvo la locura de buscar pasar
todos estos sufrimientos y dolores humanos hasta el punto de llegar a morir por
ti y por mí.
Lo hizo para sufrir con nosotros
y por nosotros.
Y lo hizo además para ponerle un nombre a nuestro dolor. Algo que ya vivía todo ser humano, tuvo ahora un sentido y un nombre lleno de significado.
Y lo llamó «CRUZ».
No sé bien qué es lo que ocurre cuando nuestras cruces pueden unirse a la
suya. Es como un encuentro tan indescriptible, lleno de gracia, de
esperanza y de tanto amor, que hace que el mismo dolor que rechazamos, empiece
a tener un sabor dulce y sereno.
Con Cristo, esta cruz puede dejar tener un color negro para convertirse en
una experiencia viva. Sólo a su lado, las dificultades más grandes, los miedos
más hondos o las decepciones más fuertes pueden ser atravesadas con la paz y
amor que Él nos da. Yo le ofrezco mi cruz y Él la
carga por mí.
Unidos a Él, podemos además ofrecer cada cruz por
alguna intención. Esta es la oración del ofrecer. Algo
así como hacerle un regalo de amor a las personas importantes para nosotros, a
las que lo necesitan o esas olvidadas de las que nadie se acuerda. Una oración
que es toda una oferta o negocio con Dios. No un 2 x 1, sino 1000 x 1. Yo le
doy mi cruz aceptándola y enfrentándola con amor uniéndola a la suya, y Dios me
da la fuerza de llevarla, la promesa de transformar mi corazón y concederme el
bien que le pido.
Reconozcamos
además que incluso sin ser conscientes de su ayuda, los sufrimientos nos hicieron
fuertes, resilentes, ablandaron nuestra mirada y nos ayudaron a amar. Quién
podría decir que no tiene alguna experiencia de sufrimiento que le ayudó a amar
mejor, a madurar más, a poder ser más comprensivos con las demás personas o a
mirar la vida de otra manera.
Yo personalmente
creo que, si pudiese retroceder el tiempo, no cambiaría ninguna de las cruces
vividas, porque cada una me enseñó algo, me ayudó a amar de otra manera, a
ofrecer mi vida a los demás. Cada cruz me sigue ayudando a volar cuando me
quita el peso del miedo al fantasma del dolor. Aprendo cada vez más a ganar la
tranquilidad de verla venir pensando más bien cómo puedo aprovecharla para
estar más unida a Jesús y amar más a los demás.
Y hoy 30 de
agosto, día de Santa Rosa de Lima, podemos recordar la gran verdad que refleja
una de sus frases:
“Fuera de
la Cruz no hay otra escalera para subir al cielo”.
Creo que las palabras siempre quedarán cortas ante este misterio. Hoy sólo me queda darle gracias por poner el título de «cruz de
salvación» a lo que antes era una “sentencia de la vida”; y darle gracias
también por llenar de colores vivos mis cruces grandes y pequeñas.
Que esta semana
en compañía de Rosa de Santa María, podamos ahondar más las palabras del Señor:
“El que quiera venirse conmigo, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga…”
Mt 16,24
Les comparto
esta oración que hice al rezar y un lindo video que encontré…
Es muy
humano negarse
a pasar
pruebas y sentir heridas
a no
querer inseguridades y dolores
sea por
las traiciones o sea por las caídas.
Tan humano
y comprensible
como Tú en
el huerto,
pidiéndole
al Padre no tomar el cáliz
llorando
de miedo y gritándole al cielo.
Es muy
humano evitar y postergar
el triste
sentir de la vida
y las
lágrimas del camino.
Y más
comprensible aún
el
reclamar y preguntar
por su
origen y su fin en nuestra vida.
Pero sin
tener respuestas
y abierta
al misterio,
hoy sólo
tengo la certeza
de tu amor
entregado
que al miedo
humano sobrepasas
por el
sueño de mi cielo
y el
futuro de mi dicha.
Eres
Hermano mío e Hijo del Padre
eres mi esposo amado e Hijo de la Madre
que te
haces solidario
haciendo
tuyas mis historias,
cargando
la Cruz tan pesada
en la que
llevas mis culpas
y así me
salvas.
Hoy mi
Señor sin entender,
sólo
quiero darte gracias
porque
aunque el dolor pueda
dejarme
callada o ciega,
tengo
seguridad que has construido
un nido y
un pueblo en mi pecho,
que has
compuesto un eterno canto
de
alianzas y promesas
cumplidas con el precio de tu sangre
unida a la
debilidad de mi vida.
Y ante el
misterio indescriptible
de esta
constante entrega
de esta infinita presencia
de esta bendita forma
que tienes de arrullar y serenar mi alma
cuando
llora, cuando gime o cuando ríe
solo te
miro, me asombro
y me dejo
amar una y otra vez con tu Cruz
esta
entregada.
Y rendida
por tu amor
te pido
hoy que me enseñes
tomada de
tu mano o cargada en tus brazos
cómo vivir
juntos esta bendita historia
y esta
maravillosa aventura
de subir
con amor la escalera
ésta que
le has puesto nombre y la llenaste de color
ésta que
me lleva con garantía
a la dicha
eterna y la plenitud de tu amor.
AMÉN
Mt 16, 21-27
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