Nunca olvidaré esa tarde del 8 de agosto del 83. Fui con un grupo de amigas a pasar un fin de semana a la playa. A eso de las 6 de la tarde salimos a caminar y decidimos pasar sobre un muelle antiguo. Estaba sobre unas rocas grandes y puntiagudas que se podían observar sólo en la mañana, pues en la tarde- noche la fuerza de las olas las cubría.
Empezamos a
caminar sobre éste, cuando una de nosotras pisó una madera vieja que se partió.
Cayó al mar sobre estas olas fuertes. Estábamos muy asustadas pues las olas
seguían reventando sobre las rocas, pero no lográbamos verla. Pasaron como 5
minutos que parecían horas y ella no aparecía. Pensamos lo peor y no sabíamos
qué hacer. Tampoco éramos capaces de movernos porque tal vez otras de las
maderas podrían estar frágiles también.
De pronto vino
una ola muy alta que hasta nos empapó de agua, y al voltear la vimos abrazada
de uno de los fierros oxidados de este muelle. La sostuvimos como pudimos
venciendo nuestros propios miedos y llegamos con muchísimo cuidado a la playa.
Esa noche empezamos a hablar poco a poco del tema, hasta que ella pudo romper
en llanto y desahogar el miedo tan grande que tuvo de perder la vida. Fue un
momento fuerte y lleno de miedo para todas, pero especialmente para ella. Y
creo que desde allí le tengo más respeto al mar sin dejar de olvidarme de ese
momento.
Me vino a la mente esta experiencia cuando rezaba el Evangelio de este domingo sobre Jesús y Pedro caminando sobre el agua. Me evocó la experiencia fuerte que tuvieron los apóstoles. Ese miedo tan grande de perder la vida por un mar bravo junto al poder tan grande de Dios para calmar esas aguas. Un pasaje que tiene muchas cosas que enseñarnos más aún en este tiempo donde hay olas peligrosas, tormentas y noches oscuras en nuestro mundo.
Se nos narra que
luego del milagro de la multiplicación de los panes, Jesús despide a la gente y
pide a los apóstoles que se vayan al otro lado del Lago Tiberiades:
«Inmediatamente obligó a los discípulos a subir a la barca y a ir por delante de él a la otra orilla…”
Mt 14,22
Me llamó la atención que ésta no sea una indicación cualquiera, Jesús les obligó (y no sería raro que sea con un
previo reclamo de Pedro…). El argumento pudo ser que varios de ellos siendo
pescadores, conocían muy bien ese lago. Es llamado también mar de Cafarnaúm por
algunas características particulares. Tiene un fondo aproximado de 26 mts, en
él se levantan olas grandes y hay lluvias fuertes especialmente en las noches,
que ponen en peligro las embarcaciones. Y esa es la hora que estarían
atravesándolo en una simple barca con 12 hombres dentro. Era ilógico para los
pescadores, pero seguían aprendiendo a confiar en Jesús, así que se enrumbaron.
A la cuarta
vigilia, es decir entre las 3 y 6 de la madrugada, como era de esperarse, las
olas estaban movidas y trataban de contener el peligro. Vieron entonces a lo
lejos a alguien caminando sobre el agua. Sumaron al miedo real del peligro de
la barca el de ver “un fantasma”. Y empezaron a gritar…
Era Jesús quien venía hacia ellos, pero los
apóstoles pensaron lo peor…
Esta reacción
nos puede sonar conocida. Es como la experiencia que vivimos cuando atravesamos
situaciones difíciles, complicadas o de mucho riesgo en las cuales agregamos
fantasmas a lo que ya es difícil. Y es que muchas veces el miedo evidencia
nuestras fragilidades, nuestra contingencia por lo cual todo lo desconocido y
nuevo puede convertirse en un peligro antes que una buena noticia.
Y vivimos una
época particularmente misteriosa en la cual pueden haber surgido nuestros más
terribles fantasmas frente a lo que experimentamos. Dolores y situaciones
reales como la difícil situación económica, la enfermedad, la pérdida de un ser
querido, los conflictos con los que vivimos, situaciones laborales complicadas
o decisiones difíciles que tomar. Todas ellas tormentas en la noche,
experiencias en las cuales no encontramos salida ni luz. Situaciones en las
cuales el agua nos sobrepasa, no se tranquiliza y probablemente nos toque
además guiar o tranquilizar a otros…
Jesús se presentó ante ellos en el momento más difícil de la noche, durante
la tormenta y en el que las aguas ponían en peligro sus vidas. Pero aparece ante ellos pisando esas aguas peligrosas, pisando la
razón de sus miedos. Aparece por encima del peligro, dominando el peligro.
«¡Animo!,
que soy yo; no temáis». les dice. Y entonces al convencerse de
ver a Jesús, empiezan a fijar su atención en Él. Y Pedro con esa pasión y
asombro constante de tener un Maestro que sobrepasa sus esquemas, le pide
caminar como Él sobre el agua. Jesús le invita y Pedro mirando a Jesús empieza
a hacerlo. ¿Cómo sería esa experiencia?
Pero nuestra
humanidad también tiene heridas y hábitos que no se curan pronto. Y a pesar de
estar frente a Él, la violencia de las aguas, el movimiento de la base que
pisaba le hizo dudar. Dejó de mirar a Jesús, pensó más en el soporte del
camino, y se empieza a hundir.
Y al caer y sentir que se ahogaba grita de corazón lo primero que le brota
para salvar su vida: «¡Señor, sálvame!».
Pedro al igual que nosotros dejamos de tener puesta la seguridad y la
mirada en Jesús. Pero qué importante aprender también de él que, en el momento
del peligro, de los problemas, de las grandes preocupaciones, de las grandes
caídas o desilusiones nuestra primera reacción sea
gritarle y pedirle de corazón que nos salve.
Busquemos a Jesús y llamémosle siempre: con gritos, lágrimas, risas o
silenciosamente. Más aún, en los momentos difíciles, los insoportables, en las
vigilias más oscuras, los insomnios dolorosos, en las tormentas más peligrosas,
en esos momentos que no vemos salida. Porque Él estará siempre POR ENCIMA DE LA TORMENTA.
Y estará para cogernos de la mano y salvarnos siempre como hizo con Pedro.
También a nosotros nos llevará a la barca y
amainará el viento y la tormenta que ocasiona el peligro.
Nunca dudemos de
su presencia, ni olvidemos que Dios es Dios. Él es capaz de todo. Recordemos
siempre que, al cruzar los mares más difíciles con la barca frágil de nuestra
vida, de nuestra familia, de nuestros amigos, de nuestros proyectos y nuestro
camino, habrá Alguien que la sostiene, que nos protege de todo mal y va a
nuestro lado.
Nunca olvidemos
además que muchas veces nos tocará caminar sobre el agua, porque habrá retos y
proyectos bellísimos que implicarán grandes aventuras, riesgos, actos generosos
y hasta heroicos que pueden ser realidad porque el que nos hace caminar y quien
lo logra por nosotros es Él.
Si tenemos la
mirada fija en Jesús, podremos dar esos pasos firmes sobre el agua incluso
cuando ésta esté violenta y muestre peligro. No habrá ocasión en la que vivir y
hacer lo que Dios nos pida pueda traernos daño. Siempre estaremos llamados a
cruzar mares y aguas para llegar a la felicidad y hacer felices a los demás.
Y caminar sobre el agua tomados de la mano de Jesús es una verdadera seguridad. Más firme que caminar sobre un muelle nuevo, una carretera asfaltada y dura o el mejor seguro de vida…
Pero recordemos
también que estamos llamados a salir de la barca segura para ir hacia Jesús por
encima del agua y de las dificultades para enseñar también a otros a caminar
con Él.
Les comparto y
confieso que creo que las cosas más bellas e inolvidables de mi vida se dieron
cuando salí de mi segura barca para caminar con Él sobre el agua. Locuras para
el mundo que son experiencias de amor y confianza en Él que solo pudieron
hacerse realidad pues fueron con su acción y su gracia.
Me vienen
hermosísimos recuerdos que Él y yo guardamos en el corazón. Y estoy segura que
habrá muchas otras tormentas y mares que cruzar que me unirán más a Él y para
poder anunciarlo con el testimonio de mi propia vida.
Mt 14, 22- 33
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