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Bendita fragilidad...

 


Uno de los misterios que más me remece y cuestiona en nuestra humanidad es la experiencia de nuestra fragilidad. Un misterio que se evidencia desde el inicio de nuestra vida, en ese recién nacido que depende tanto de su madre. Ese misterio cuando nuestra vida puede depender de un hilo, estando estables y tranquilos un día y el siguiente muy enfermos, quebrados o hasta perder la propia vida por un simple contagio o caída.

Humanidad que evidencia grandezas y logros indescriptibles, que muestra una fuerza de voluntad capaz de lograr metas imposibles, pero que van tan de la mano con esa sensación de padecer el abandono, el desamparo, la necesidad y carencias. Una carencia material, en la salud, en la inestabilidad psicológica, o en esa fragilidad moral o espiritual. Ser fuertes en un momento y ser muy débiles en el siguiente.

Quién no ha atravesado algún momento crítico o una situación difícil que nos llevó a sentirnos limitados. Que nos llevó a hacernos preguntas importantes, tomar decisiones necesarias, aprender a pedir ayuda, o reconocer que nuestra humanidad necesita de la ayuda, la fuerza y el apoyo de los demás. Momentos en los que pudimos reconocer que somos seres contingentes y necesitados de los otros para seguir adelante.

Y este domingo Jesús nos cuenta una parábola protagonizada por dos personas muy distintas: un juez insensible y una viuda. Y la verdad me quedé fijada justamente en la debilidad de esta mujer. 



Las viudas en el pueblo de Israel eran personas desamparadas y desprotegidas. Eran personas que no contaban con la protección de un hombre en la familia por lo cual eran pobres y muy necesitadas. Por eso me parece fuerte ver que ella insistía con este pedido: “Hazme justicia frente a mi adversario”.

Es decir, era una mujer sola, que no contaba con protección frente a enemigos que más poderosos y fuertes que la pobre mujer desamparada. 

Entonces me preguntaba qué tan necesario pudo ser  este pedido que, incluso pasando humillación, insistía ante un juez insensible. Rogaba por su seguridad, pedía amparo, pues le podían atacar, dañar o quitarle lo poco que le quedaba.

Un ruego que me lleva a pensar en aquellos ruegos que también pueden brotar de nuestro corazón. Pedir ayuda en aquellas situaciones límite que atravesamos. Rogar tal vez por la vida de esa persona que tanto amamos, por la solución de ese problema tan grave, rogar por erradicar del corazón ese enemigo interior que tanto daño nos hace, rogar para erradicar el enemigo de la depresión, rogar para erradicar el de la desesperanza. Pedir la fuerza que ya no tenemos ante esa cruz tan pesada, pedir entereza para permanecer de pie, pedir ese hombro para descansar el corazón, pedir la gracia para seguir caminando cuando sentimos que ya no podemos más. Pedir la sabiduría para guiar mejor a aquellos que confían en nosotros, o la gracia para dejar de sentir tanto temor. Cuántos pedidos que brotan desde la conciencia de nuestra contingencia y vulnerabilidad. Cuántos pedidos que brotan desde la conciencia de nuestra fragilidad humana.

Pero lo hermoso de esta historia, es en realidad el verdadero final. Pues si el juez injusto hasta llega a hacerle el pedido a regañadientes para no incomodarse más por el llanto e insistencia de la viuda, tú y yo tenemos por Juez a Aquel que ya tiene todo listo para la ayuda que necesitamos. Y sólo espera ansiosamente que se lo pidamos para dárnoslo de inmediato.



Y viéndolo así, la vulnerabilidad nos es un problema, es una bendición. 

¡Bendita fragilidad que me puede llevar a los brazos del mismo Dios! A los brazos del único Juez y Señor capaz de darme más de lo que necesito y más de lo que pido. El que es capaz de convertir mi debilidad y necesidad en plenitud y gozo ilimitado.

Y entonces, ya no se trata sólo de quedarme en este conmoverme por el misterio de nuestra humanidad, es ir más allá para reconocer el mayor de los misterios: el del amor de Dios. El misterio de amor de un Juez tan justo, tan amoroso, tan paciente y generoso que no viene a darnos sólo lo que le pedimos: viene a darnos todo. A darnos el cielo, viene a darnos la misma justicia, viene a darnos la felicidad eterna, viene a llenarnos de satisfacción, de plenitud, de sueños cumplidos.

Contemplemos mejor el misterio de Aquel que sobrepasa nuestros pedidos, nuestras preguntas, nuestras búsquedas y sueños.

El misterio de un amor tan incondicional que me lleve a enamorarme más y más de Él. Que me lleve a querer permanecer junto a Él día y noche, que me lleve a maravillarme a cada instante porque siempre me da el ciento por uno sin pedirlo, que me lleve a asombrarme a cada instante por tantos detalles y muestras dulzura.

El misterio que me lleva a lo que Jesús quiso enseñarnos con esta parábola: orar siempre, sin desfallecer.

Es decir, entender que Jesús me invita a orar sin desfallecer no sólo porque me da lo que creo que me falta, sino porque me da de sobra, desbordando tanto y tanto amor a lo largo de toda mi vida. 

Orar sin desfallecer porque el asombro y la gratitud ocupan y traspasan mis emociones, mi razón y el latir de mis días…

Orar sin desfallecer porque su amor sobrepasa mis expectativas, mis necesidades y llena de gracia y gozo todas las dimensiones, todas las categorías, todas las realidades de mi vida y mi mundo.

Orar sin desfallecer porque mi Juez es también el Amor de mi vida…

 Orar sin desfallecer porque tengo por Dios al que se hizo frágil por mí, para ser fuerte junto a Él

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Les dejo esta canción para que no seamos como el juez injusto, que se cree con derecho de juzgar o que no ayuda a aquellos por los que Jesús amó y dio su propia vida…



En aquel tiempo, Jesús decía a sus discípulos una parábola para enseñarles que es necesario orar siempre, sin desfallecer. «Había un juez en una ciudad que ni temía a Dios ni le importaban los hombres.
En aquella ciudad había una viuda que solía ir a decirle: “Hazme justicia frente a mi adversario”. Por algún tiempo se estuvo negando, pero después se dijo a sí mismo: “Aunque ni temo a Dios ni me importan los hombres, como esta viuda me está molestando, le voy a hacer justicia, no sea que siga viniendo a cada momento a importunarme”».
Y el Señor añadió: «Fijaos en lo que dice el juez injusto; pues Dios, ¿no hará justicia a sus elegidos que claman ante él día y noche?; ¿o les dará largas? Os digo que les hará justicia sin tardar. Pero, cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará esta fe en la tierra?». Lc 18,1-8


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