Cómo
me conmueven y admiro esas personas que hablan desde su silencio o sus pocas
palabras. Esas que, con su gran sonrisa y esa paz que le ha enseñado la vida,
pueden reconocer con gran sabiduría lo que vale la pena y lo que sí es importante.
Esas
personas que no son de hablar mucho, ni buscan ganar. Las que sólo buscan
mantener su mirada en lo esencial y en encontrarse con la mirada eterna y
amorosa de Dios. Los que sencillamente deciden medir sus palabras a la mínima
expresión para guardar sus logros en el corazón y ofrecérselos sólo al buen
Dios del amor y la misericordia.
Y
hoy que rezaba esta parábola que Jesús nos cuenta sobre el fariseo y el
publicano, no me fijé tanto en ese fariseo que se dirige a Dios con la cabeza
levantada para ostentar que cumple muy bien sus obligaciones, como el hacer grandes
y buenas cosas, pero con el único fin de ser vistos y alabados.
Hoy
me puse a imaginar cómo pudo ser la historia y el camino recorrido de este publicano
para llegar a quedarse en silencio. ¿Qué pudo vivir, para llegar al templo y
mantener su cabeza agachada?
Era
seguramente un hombre que se hizo rico poco a poco. Y es que Roma calculaba los impuestos a exigir
en cada pueblo, y designaba a un judío la responsabilidad de cobrar a la gente.
Por ello, un publicano terminaba consiguiendo mucho dinero pues también cobraba
más de lo que debía. Tal vez la riqueza adquirida con el tiempo le llevo a
considerarse superior a los demás, tal vez era de ostentar su dinero, sus
propiedades y riquezas. Tal vez llegó a despreciar a los pobres y necesitados.
Tal vez empezó a ser un hombre muy avaro y egoísta.
Y
debió llegar el momento en el que se fue hartando de su vida. Tomar conciencia que
tenía mucho dinero, pero que era considerado un traidor y pecador para su
pueblo. Tan rechazado como las prostitutas y los grandes pecadores. Y tal vez llegó
el momento de reconocer haber caído muy bajo. Sólo le quedó buscar a Dios en el
templo para guardar silencio y decirle desde el fondo del corazón esta corta y
honda frase: “Oh Dios!, ten compasión de este pecador”. Lc 18,13
Tal
vez surgieron lágrimas junto a ese hondo silencio. Y pudo llegar a su corazón
esa paz que esperó por muchos años. Esa paz tan honda que podemos experimentar
cuando dejamos de huir de la mentira, para reconocer que somo frágiles y que necesitamos
del amor y el perdón de Dios.
Nuestra
historia no es la de una parábola. Pero nosotros también anhelamos esa paz que
brota del silencio que aviva nuestra conciencia y nos lleva a aclamar desde lo
más profundo de nuestro corazón que necesitamos de su fuerza, de su gracia, de
toda su ayuda para ser salvados y rescatados del abismo y la oscuridad.
Y
nos los confirma hoy Jesús: “Os digo que este bajó a su casa justificado, y
aquel no. Porque todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla
será enaltecido”. Lc
18,14
Hoy guardemos silencio, pongamos de rodillas el corazón. Y con humildad y sinceridad repasemos nuestra historia. Pidámosle perdón por aquellas veces que somos como fariseos que ostentamos de lo bueno que hacemos, que podemos creernos superiores a los demás. Hoy con sinceridad dejemos de huir de aquello que no está bien en nuestra vida y que Él bien lo sabe. Hoy busquemos todo aquellos que daña nuestra vida o la de los nuestros. Y con valentía, con humildad y muchísima esperanza digámosle al Señor confiadamente: “Oh Dios!, ten compasión de este pecador”.
Tengamos
siempre la certeza que Jesús con alegría nos acogerá, nos dará su amoroso
perdón y nos llevará de la mano para permanecer junto a Él día a día.
Aprendamos
de los santos y los sabios a guardar silencio, para escuchar el eco de nuestra
conciencia y para dejar que sea el Espíritu de Dios quien hable y cante a
través de nuestras voces y nuestras risas.
Lc 18,9-14
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Les
dejo una oración que me encantó de este sacerdote Jesuita José María R. Olaizola, sj que se encarga de la aplicación
Rezando Voy.
Si
alguno no la conoce los animo a escucharla.
Publicano
Pensaba que podía todo
que yo me bastaba,
que siempre acertaba,
que en cada momento
vivía a tu modo y así me salvaba.
Rezaba con gesto obediente
en primera fila,
Y una retahíla de méritos huecos
era solo el eco
de un yo prepotente.
Creía que solo mi forma
de seguir tus pasos
era la acertada.
Miraba a los otros con distancia fría
porque no cumplían tu ley y tus normas.
Me veía distinto, y te agradecía
ser mejor que ellos.
Hasta que un buen día
tropecé en el barro,
caí de mi altura,
me sentí pequeño.
Descubrí que aquello
que pensaba logros
era calderilla.
Descubrí la celda,
donde estaba aislado
de tantos hermanos
por falsos galones.
Me supe encerrado
en el laberinto
de la altanería.
Me supe tan frágil…
y al mirar adentro
tú estabas conmigo.
Y al mirar afuera,
comprendí a mi hermano.
Supe que sus lágrimas,
sus luchas y errores
sus caídas y anhelos,
eran también míos.
Ese día mi oración cambió.
Ten compasión, Señor,
que soy un pecador.
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