Hay días
en los que el corazón puede sentirse como en invierno, donde el sol demora en
salir y el frío nos hace más sordos y ciegos. Días de invierno por causas
simples o muy profundas, pero en los que el corazón está como arrugadito y da
miedo tocarlo porque puede caer en pedacitos.
Días de
invierno como los vividos por estos amigos de Jesús que le siguieron,
caminaron, rieron y lloraron con Él. Sentían que explotaba de entusiasmo por el
Reino que llegó y el cielo prometido. Le vieron dormido, madrugando, orando,
haciendo milagros indescriptibles y derritiéndose de ternura por los niños, los
débiles o con las caricias de su Madre. Amigos cercanos, apóstoles que lo
dejaron todo para seguir al Hijo de David, pero que en cuatro días vieron esa
intempestiva tortura, el dolor inenarrable y la misma muerte de Dios.
Amigos
como Tomás, que tanto le amaba. El que animó a los apóstoles a seguir a Jesús
cuando corrían peligro hacia Jerusalén (Jn 11,16). El que al preguntar otro día,
recibe de Jesús la respuesta: “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida” (Jn
14,5).
Un amigo
que se quedó con un corazón anestesiado de dolor, llevándole tal vez a la
dureza, a la fe cerrada sin querer escuchar nada de nadie, porque el duelo le
tenía más frío que un duro invierno. Y es que cuando amamos mucho, el dolor por
los que perdemos o por el sufrimiento que viven los nuestros es tan misterioso
que hasta queremos ponernos en su lugar… Seguro que por eso estaba Tomás así,
incapaz de creer las buenas noticias.
Qué
humano, comprensible e ilógico a la vez es lo que se vive cuando el dolor
influye tanto que hace subir todo el volumen a lo oscuro y no deja mirar,
sentir y escuchar los rayos de sol que están más allá de las nubes.
Fue así
que, al aparecerse Jesús a los apóstoles el primer domingo de Resurrección,
cuando Tomás no estaba, tuvo estas respuestas duras al escuchar la buena nueva:
«Si no veo en sus manos la señal de los clavos, si no meto el dedo en el
agujero de los clavos y no meto la mano en su costado, no lo creo» (Jn. 20,25).
Y entonces,
su mismo Amigo Resucitado le busca al siguiente domingo, le mira y le ofrece
sus manos y su costado no solo para que las toque y crea con la razón, sino
sobre todo para calentar su corazón de invierno con el fuego del amor, del
perdón y de la esperanza.
Jesús,
que tu amigo Tomás nos ayude a tocar tus heridas resucitadas día a día, que tu
presencia resucitada nos abra los ojos y, más aún, el corazón para mirarte
siempre resucitado en los demás, en el amor recibido, en esos detalles
evidentes en la vida cotidiana, en el testimonio de los que te anuncian y en el
Pan bendito que me entregas.
Que el
Sol de tu Resurrección encienda de calor mi corazón para recibirte siempre,
para dejarme abrazar por ti y pueda decirte siempre desde lo profundo de mi
corazón: “Señor mío y Dios mío”, como lo hizo Tomás al quedar unido a ti para
siempre. AMÉN
Hoy, al celebrar el Domingo de la
Divina Misericordia, que se une misteriosamente a esta enseñanza y experiencia
de fe de Tomás, tenemos una oportunidad importante para agradecer a Dios por su
misericordia hacia cada uno de nosotros, por “misericordiarnos”, como solía
decir nuestro querido Papa Francisco. Que en este domingo podamos ver la luz de
su amor, que siempre perdona, trasciende y nos hace capaces de perdonar con la
fuerza de su resurrección.
Les comparto un video en el que el
Papa Francisco habló sobre la misericordia en un domingo como este, el segundo
domingo de Pascua, así como un documental sobre la historia de la devoción a la Divina Misericordia.
Querida Magali, muchas gracias por la bella meditación que, nos has compartido en esta oportunidad y tbn por la maravillosa película, la volví a ver completa.
ResponderEliminarDis te Bendiga y te Guarde siempre de todo mal.
Elvira Orellana.